LECTURAS | Un thriller que te puede destrozar los nervios: “Vivo o muerto”, de Michael Robotham

30/09/2017 - 12:03 am

Vivo o Muerto es un thriller que llega a destrozar los nervios a través del corazón y el alma tan a menudo ausentes en las novelas de crimen y  suspenso. No podía dejar de leer y no quería que la historia de Audie terminara. Robotham es un total maestro, dijo el maestro Stephen King

Ciudad de México, 30 de septiembre (SinEmbargo).- Audie Palmer ha pasado los últimos diez años de su vida en prisión por un robo a mano armada en el que cuatro personas resultaron muertas, incluyendo a dos miembros de la banda de asaltantes. Siete millones de dólares se extraviaron en dicho robo y todo el mundo cree que Audie sabe dónde está el dinero.

Durante diez años, Audie ha sido golpeado, apuñalado, estrangulado y amenazado por los guardias de la cárcel, por el resto de presos y por mafiosos, todos ellos en búsqueda de la respuesta a una sola pregunta: ¿dónde están escondidos los siete millones de dólares que desaparecieron hace casi una década? Y de repente, Audie se esfuma el día antes de cumplir su condena.

En ese momento comienza la frenética y desesperada búsqueda de Audie, pero lo que nadie puede imaginar es que él no está huyendo. Audie está intentando salvar una vida… y no se trata solo de la suya.

CARTA DEL ESCRITOR

Queridos lectores: Han pasado 10 años desde que publiqué mi primera novela, Sospechoso. Un libro que cambió mi vida al permitir convertirme en escritor de tiempo completo. A partir de ahí, decidí escribir un libro por año, con la esperanza y deseo de hacer cada uno mejor que el anterior.

Ahora estoy publicando mi novela: Vivo o Muerto, una historia que he ido  nutriendo y construyendo en mi mente durante más de veinte años, desde que leí una nota en el periódico acerca de un hombre que había cumplido una larga sentencia y escapó un día antes de cumplir su condena.

Me pregunté: ¿Por qué? ¿Qué razón tendría para hacerlo? Me tomó años dar con la respuesta y encontrar una buena historia. Por eso estoy tan entusiasmado con: Vivo o muerto.

Es una historia conmovedora de amor, prisión y de la negativa de un hombre a rendirse, pero más importante aún, siento que es el libro que estaba destinado a escribir.

Publicado por rocaeditorial. Foto: Especial

Fragmento de Vivo o muerto, de Michael Robotham, publicado con autorización de rocaeditorial

1

Audie Palmer jamás había aprendido a nadar. Cuando de niño iba a pescar con su padre al lago Conroe, le dijeron que era peligroso ser un buen nadador porque te daba una falsa sensación de seguridad. La mayoría de los que se ahogaban era porque empezaban a nadar hacia la costa pensando que se podían salvar. Pero los que se salvaban eran aquellos que se agarraban a los restos del naufragio.

—Así que eso es lo que tienes que hacer —dijo su padre—: agarrarte como una lapa.

—¿Qué es una lapa? —preguntó Audie.

Después de pensarlo un poco, el hombre le respondió:

—Bueno, pues te agarras como un manco a un acantilado mientras le hacen cosquillas.

—Yo tengo cosquillas.

—Ya lo sé. Y su padre le hizo cosquillas hasta que la barca se bamboleó, los peces que estaban por allí se metieron en algún agujero oscuro y Audie se meó un poco en los pantalones. Aquello se convirtió en una broma habitual entre ellos; no lo de mearse, sino lo de agarrarse.

—Tienes que agarrarte como un calamar gigante a un cachalote —decía Audie, por ejemplo.

—Tienes que agarrarte como un gatito asustado a un jersey —respondía su padre—. Tienes que agarrarte como un bebé al que le está dando de mamar Marilyn Monroe. Y así todo el tiempo…

De pie en mitad de una carretera sin asfaltar, algo después de la medianoche, Audie recuerda estas excursiones de pesca y piensa en lo mucho que echa de menos a su padre. La luna brilla, elocuente, por encima de su cabeza; crea un sendero plateado sobre la superficie del lago. Aunque no puede ver la otra orilla, sabe que está allí. Su futuro se encuentra al otro lado, del mismo modo que la muerte le acecha en este.

Los faros de un coche aparecen por una curva, acelerando a su encuentro. Audie se lanza hacia un barranco, mirando al suelo para que la luz no lo deslumbre. El camión pasa zumbando a su lado y levanta una nube de polvo que se deposita sobre él hasta que la nota entre los dientes. Audie gatea sobre manos y rodillas para salir de las zarzas, arrastrando tras él los contenedores de plástico. En cualquier momento espera oír a alguien gritarle, el clic revelador de una bala deslizándose en una recámara.

Tras salir a la superficie en la orilla del lago, toma barro y se lo unta en la cara y en los brazos. Las botellas golpean contra sus rodillas con un ruido de vacío. Ha atado ocho de ellas, utilizando trozos de cuerda y tiras de sábanas rasgadas.

Se quita los zapatos, ata los cordones entre sí y se los cuelga al cuello; luego se ata a la cintura la bolsa de percal para la ropa sucia. El alambre de espino le ha hecho cortes en las manos, pero no sangran demasiado. Rasga la camisa para improvisar unas vendas y se envuelve las manos con ellas, apretando los nudos con los dientes.

Pasan más vehículos por la carretera. Faros. Voces. Pronto traerán a los perros. Al entrar en la zona más profunda, Audie rodea las botellas con los brazos, llevándolas hacia su pecho. Empieza a impulsarse con los pies, tratando de no chapotear demasiado mientras no esté más lejos de la orilla.

Con las estrellas como guía, trata de nadar en línea recta. El pantano de Choke Canyon tiene una anchura de casi seis kilómetros en este punto. Más o menos a la mitad del camino, quizá menos, hay una isla, si es que sobrevive hasta llegar allí.

A medida que pasan los minutos, las horas, Audie pierde la noción del tiempo. Dos veces da la vuelta sobre sí mismo y siente que va a ahogarse; entonces abraza los contenedores con más fuerza contra el pecho, se da la vuelta otra vez y vuelve a la superficie. Un par de botellas se alejan; otra se ha roto y se llena de agua. Hace tiempo que las vendas de las manos se han soltado.

Su mente vaga de un recuerdo a otro: lugares y personas. Unos le gustaban, otros le daban miedo. Piensa en su infancia, en jugar a la pelota con su hermano, en compartir un polo con una chica llamada Phoebe Carter que le dejaba meter la mano en sus blanquísimas bragas en la última fila del cine cuando tenía catorce años. Estaban mirando Parque jurásico y un Tyrannosaurus rex acababa de devorar a un abogado chupasangre que trataba de esconderse en un váter portátil.

Audie no recuerda mucho más de la película, pero Phoebe Carter sigue viviendo en su memoria. Su padre era encargado en la planta de reciclaje de baterías y recorría West Dallas en un Mercedes cuando los coches de todo el mundo estaban hechos papilla y tenían más óxido que pintura. Al señor Carter no le gustaba que su hija fuese con chicos como Audie, pero a Phoebe le daba igual. ¿Dónde estará ahora? Casada. Embarazada. Feliz. Divorciada. Con dos trabajos. Con el pelo teñido. Fofa. Mirando el programa de Oprah.

Otro fragmento de recuerdo: ve a su madre de pie en la cocina, cantando Skip to my Lou mientras lava los platos. Solía inventarse sus propias estrofas, sobre moscas en la cuajada y gatitos en la lana. Cuando su padre llegaba del taller, usaba la misma agua jabonosa para lavarse la suciedad y la grasa de las manos.

George Palmer, que ya está muerto, tenía aspecto de oso; sus manos eran del tamaño de unos guantes de béisbol y tenía pecas en la nariz, como si una nube de moscas negras se hubiera posado en su cara. Era guapo, pero estaba condenado. En la familia de Audie, los hombres siempre morían jóvenes, generalmente en accidentes en la mina o en un pozo. Derrumbamientos, explosiones de metano, accidentes industriales. A su abuelo paterno, le había aplastado la cabeza un trozo de tubería de cuatro metros que una explosión había despedido a cincuenta metros. Su tío Thomas había quedado enterrado con otros dieciocho hombres; ni siquiera intentaron recuperar los cuerpos.

El padre de Audie había roto la tendencia: había vivido hasta los cincuenta y cinco. Ahorró dinero suficiente en los pozos para comprar un garaje con dos surtidores de gasolina, un taller y un elevador hidráulico. Trabajó seis días a la semana durante veinte años y envió a tres hijos a la escuela o lo habría hecho si Carl lo hubiera intentado siquiera.

George tenía la voz más profunda y aterciopelada que Audie había oído jamás: era como gravilla dando vueltas en un barril de miel. Pero, a medida que pasaban los años, cada vez tenía menos cosas que decir, las canas invadieron sus sienes y el cáncer devoró sus órganos. Audie no estuvo para el funeral ni durante la enfermedad. A veces se preguntaba si lo que la había desencadenado no habría sido toda una vida de fumador, sino un corazón roto.

Audie vuelve a hundirse bajo la superficie. El agua está tibia y amarga. La nota por todas partes: en la boca, en la garganta, en los oídos. Lucha por respirar, pero el agotamiento hace que se hunda. Nota que las piernas le queman, siente dolor en los brazos. No va a conseguir llegar al otro lado. Es el final. Al abrir los ojos ve un ángel vestido con una túnica blanca que ondea a su alrededor, como si estuviese volando, no nadando. El ángel, una mujer, lo abraza, desnuda debajo de la tela traslúcida. Audie huele su perfume y siente el calor de su cuerpo, apretado contra el pecho de él. Los ojos entreabiertos, los labios separados, esperando un beso.

Entonces lo abofetea con fuerza y le dice: “¡Nada, cabrón!”.

Luchando para salir a la superficie, para respirar, Audie se agarra a las botellas de plástico antes de que se alejen flotando. Jadea y escupe agua por la nariz y la boca. Tose, parpadea, enfoca la vista. Ve el reflejo de las estrellas en el agua y las copas de árboles muertos silueteadas contra la luna. Da otra patada y avanza. Imagina la forma fantasmal debajo de él, en el agua, siguiéndolo como una luna sumergida.

En algún momento, horas más tarde, sus pies tocan la roca, se arrastra fuera del agua, se derrumba en una estrecha playa de arena y se libra de las botellas de una patada. El olor del aire nocturno, que sigue irradiando el calor del día, es denso y silvestre. Los jirones de neblina que se deslizan sobre el agua podrían ser fantasmas de pescadores ahogados.

Audie se queda tumbado boca arriba y mira la luna desaparecer detrás de las nubes, que parecen estar flotando en el espacio exterior. Cierra los ojos y siente el peso del ángel sobre él, una pierna a cada lado. Se inclina hacia delante, respirando en su mejilla, acercándole los labios al oído, susurrando: “Recuerda tu promesa”.

2

Suenan las sirenas. Moss trata de volver al sueño, pero las pisadas de botas resuenan en los escalones metálicos, los puños agarran la barandilla de hierro, el polvo tiembla en las escaleras. Es demasiado pronto. El conteo de la mañana no suele llegar hasta las ocho. ¿A qué vienen esas sirenas? La puerta de la celda se abre con un ruido metálico sordo.

Moss abre los ojos con un gruñido. Estaba soñando con su mujer, Crystal; sus bóxers muestran una espléndida tienda de campaña matutina. “Aún sigo siendo yo mismo», piensa, sabiendo que Crystal diría: “¿Piensas usar eso o te vas a pasar todo el día mirándolo?”.

Los presos surgen de las celdas rascándose el ombligo, tocándose los testículos y limpiándose las legañas. Algunos salen por su propia voluntad; a otros hay que animarlos balanceando una porra. Hay tres niveles alrededor de un patio rectangular, con redes de seguridad para impedir que nadie se suicide o lo tiren de las pasarelas. En el techo hay una ruidosa maraña de tubos que gorgotean como si alguna cosa siniestra viviese en su interior.

Moss se incorpora y salta de la cama. Descalzo, se queda de pie mirando a la pared, gruñe, pedorrea. Es un hombre grande, cada vez más blando por la parte de la tripa, pero de constitución sólida por las flexiones y las dominadas que practica una docena de veces al día. Su piel es del color del chocolate con leche; suscándose los testículos y limpiándose las lagañas. Algunos sus ojos parecen demasiado grandes para su rostro; eso le hace aparentar menos de los cuarenta y ocho años que tiene en realidad.

Moss echa un vistazo hacia la izquierda; Junebug apoya la cabeza en la pared, tratando de dormir de pie. Los tatuajes del pecho y de los antebrazos parecen saltar y retorcerse. El rostro de Junebug, que era adicto a la metanfetamina, es estrecho. Lo decora con un bigote cuyos extremos le llegan a la mitad de la mejilla.

—¿Qué pasa?

Junebug abre los ojos.

—Me suena a fuga.

Moss mira en la otra dirección. A lo largo de la pasarela ve a docenas de presos de pie en el exterior de sus celdas. Todo el mundo ha salido ya. Bueno, no todos: Moss se inclina hacia la derecha e intenta echar una ojeada en la celda de al lado. Los guardias se acercan.

—Eh, Audie, levántate, tío —murmura.

Silencio.

Desde el nivel superior escucha una voz que resuena. Una discusión. Una reyerta se inicia hasta que las Tortugas Ninja se precipitan escaleras arriba y reparten un poco de leña. Moss se acerca más a la celda de Audie.

—Despierta, tío. Nada. Se vuelve hacia Junebug; sus ojos se encuentran y se hacen la pregunta en silencio.

Moss da dos pasos a la derecha, consciente de que los guardias podrían verle. Escudriña en la oscuridad de la celda de Audie y distingue el estante atornillado a la pared, el lavabo, el váter. Ningún cuerpo, ni caliente ni frío. Un guardia grita desde arriba:

—Todos presentes y controlados. Desde abajo se oye una segunda voz:

—Todos presentes y controlados.

Los tipos de la gorra y la porra se acercan. Los presos se aplastan contra la pared.

—¡Aquí arriba! —grita un guardia.

Le sigue un ruido de botas.

Dos de los guardias están buscando en la celda de Audie como si hubiera algún sitio donde se pudiera esconder: debajo de la almohada o detrás del desodorante. Moss se arriesga a volver la cabeza y ve al alcaide adjunto Grayson llegar sudando a la parte superior de las escaleras. Está gordo como un barril; la tripa le cuelga por encima del brillante cinturón de cuero y las arrugas de la piel se le acumulan en el cuello.

Grayson llega a la celda de Audie y echa un ojo en el interior; respira trabajosamente, haciendo un ruido de succión con los labios. Suelta el seguro de la porra, se golpea la palma de la mano con ella y se vuelve hacia Moss.

—¿Dónde está Palmer?

—No lo sé, jefe.

La porra se balancea y golpea a Moss en la parte de atrás de las rodillas: se derrumba como un árbol cortado.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste? Moss duda, trata de recordar. El extremo de la porra se hunde en su costado derecho, por debajo de las costillas. El mundo se tambalea ante sus ojos.

—A la hora de comer —dice sin aliento.

—¿Y ahora dónde está?

—No lo sé. Un temblor recorre el rostro de Grayson.

—Cerrad todo esto a cal y canto. Quiero que lo encuentren.

—¿Y el desayuno? —pregunta un agente.

—Pueden esperar. Arrastran a Moss de vuelta a su celda y cierran las puertas. Se pasa las dos horas siguientes tumbado en la litera, oyendo cómo los edificios de la prisión gimen y se estremecen. Ahora están en el taller. Antes pasaron por la lavandería y la biblioteca.

Oye a Junebug dando golpes en la pared, en la celda de al lado.

—¡Eh, Moss!

—¿Qué pasa?

—¿Crees que se ha largado?

Moss no responde.

—¿Por qué iba a hacer una cosa así en su última noche?

Moss permanece callado.

—Siempre lo he dicho: ese cabrón está loco. Los guardias regresan. Junebug vuelve a su litera. Moss escucha mientras nota cómo su esfínter se abre y se cierra. El ruido de las botas se interrumpe delante de su celda.

—¡Levántate! ¡Contra la pared! ¡Separa los pies! Entran tres hombres. Le colocan unas esposas con una cadena que le rodea la cintura y otra alrededor de los tobillos. No puede más que moverse arrastrando los pies. Lleva los pantalones desabrochados y no tiene tiempo para abotonárselos: tiene que aguantarlos con una mano. En las celdas, los presos están dando alaridos y vociferando. Moss camina, pasando por zonas iluminadas por el sol. Alcanza a ver varios coches de policía al otro lado de la puerta principal; la luz lanza reflejos desde sus superficies brillantes.

Al llegar a la zona de administración le ordenan que se siente. Tiene guardias a un lado y al otro, pero no dicen nada. Moss ve sus perfiles: las gorras de plato, las gafas de sol y las camisas marrón claro con hombreras marrón oscuro. También oye voces en la sala de reuniones contigua. Ocasionalmente, el tono se eleva. Se hacen acusaciones, se reparten culpas.

Llega comida. Moss siente un calambre en el estómago y la boca se le llena de saliva. Pasa otra hora, pero parece más tiempo. Algunas personas se van. Es el turno de Moss. Con pasos cortos, entra en la habitación, sin levantar la vista. El alcaide Sparkes va vestido con un traje oscuro que muestra unas arrugas donde se ha sentado. Es un hombre alto, con una melena gris y una nariz larga y delgada; camina como si estuviese sosteniendo un libro en equilibrio sobre la cabeza. Hace un gesto a los agentes para que retrocedan; se sitúan a ambos lados de la puerta.

A lo largo de una de las paredes hay una mesa con platos a medio comer: cangrejo de cáscara blanda, costillas, pollo frito, puré de patata y ensalada. Las mazorcas de maíz a la brasa tienen las marcas de la sartén y brillan por la mantequilla. El alcaide coge una costilla y la muerde, separando la carne del hueso; luego se limpia las manos con una toallita húmeda.

—¿Cuál es su nombre, hijo? —Moss Jeremiah Webster.

—¿Moss? ¿Qué nombre es ese?

—Jefe, mi madre no supo escribir Moses en mi partida de nacimiento.

Uno de los guardias se ríe. El alcaide se toca el puente de la nariz.

—¿Tiene hambre, señor Webster? Tome un plato. Moss echa un vistazo al festín; su estómago ruge.

—¿Es que tienen pensado ejecutarme, jefe?

—¿Cómo se le ha ocurrido una cosa así?

—Parece que fuera la última comida de un hombre.

—Nadie lo va a ejecutar…, al menos no en viernes.

El alcaide se ríe, pero Moss no cree que la broma sea muy graciosa. No se ha movido.

“Quizá la comida esté envenenada. El alcaide se la está comiendo, pero a lo mejor sabe qué pedazos elegir. ¡A la mierda, me da igual!”

Moss se arrastra hacia delante y empieza a amontonar comida en un plato de plástico: costillas, patas de cangrejo y puré; lo remata con una mazorca de maíz. Come con las dos manos, inclinado sobre el plato, manchándose las mejillas y goteando jugos por la barbilla. Mientras, el alcaide Sparkes toma otra costilla y se sienta frente a él, mirándole con una vaga expresión de asco.

—Chantaje, fraude, tráfico de drogas… Le pillaron con dos millones de dólares en marihuana.

—No era más que hierba.

—Y luego mató a un hombre a golpes en la cárcel.

Moss no responde.

—¿Se lo merecía?

—Eso creí, en aquel momento.

—¿Y ahora?

—Cambiaría muchas cosas.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Quince años.

Moss ha comido demasiado rápido; se atraganta con un trozo de carne. Se golpea el pecho con el puño y las esposas tintinean. El alcaide le ofrece de beber. Moss se traga una lata entera de refresco, temiendo que se la quiten. Se limpia la boca con el dorso de la mano, eructa y sigue comiendo.

El alcalde ha limpiado el hueso de la costilla por completo. Se inclina y lo clava en el puré de patata de Moss, donde se queda plantado como un mástil sin bandera.

—Vamos a empezar por el principio. Usted es amigo de Audie Palmer, ¿correcto?

—Lo conozco.

—¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

—Ayer por la tarde, a la hora de comer.

—Se sentó con él.

—Sí, jefe.

—¿De qué hablaron?

—De lo de siempre.

El alcalde espera, con mirada inexpresiva. Moss nota la mantequilla de la mazorca de maíz en la lengua.

—Cucarachas.

—¿Cómo?

—Hablamos de cómo librarse de las cucarachas. Le estaba diciendo a Audie que usara pasta de dientes AmerFresh y la pusiera en las grietas de la pared. A las cucarachas no les gusta la pasta de dientes. No me pregunte por qué: no les gusta y punto.

—Cucarachas. Moss habla entre una cucharada y otra del puré de patatas.

—Oí una historia sobre una mujer a la que le entró una cucaracha en la oreja mientras dormía. La cucaracha puso huevos y las crías se le metieron en el cerebro. Se la encontraron muerta un día: le salían cucarachas de la nariz. Libramos una guerra contra ellas. Hay tíos que te dicen que utilices crema de afeitar, pero esa mierda no dura toda la noche. Lo mejor es AmerFresh.

El alcalde Sparkes le clava los ojos.

—En mi cárcel no hay ningún problema de control de plagas.

—No sé si las cucarachas recibieron ese informe, jefe.

—Fumigamos dos veces al año.

Moss lo sabe todo sobre las medidas de control de plagas. Los guardias aparecen y ordenan a los presos que se tumben en las literas mientras fumigan las celdas con un producto químico de olor tóxico que hace que todo el mundo se encuentre fatal y que no tiene efecto alguno en las cucarachas.

—¿Qué pasó después de la hora de comer? —pregunta Sparkes.

—Volví a mi celda.

—¿Vio a Palmer?

—Estaba leyendo.

—¿Leyendo?

—Un libro —añade Moss, por si fuera necesaria una explicación más amplia.

—¿Qué clase de libro?

—Uno de los gordos, sin fotos.

Sparkes no le ve la gracia a todo eso.

—¿Sabía que estaba programado liberar a Palmer hoy mismo?

—Sí, jefe.

—¿Por qué iba a escapar un hombre la noche anterior al día programado para su liberación?

Moss se limpia la grasa de los labios.

—No tengo ni idea.

—Debe de habérsele ocurrido algo. El tío se ha pasado diez años aquí dentro. Un día más y es un hombre libre; en vez de eso, se convierte en un fugitivo. Cuando lo pillen, lo procesarán y lo sentenciarán. Le caerán otros veinte años. Moss no sabe qué esperan que diga.

—¿Me ha oído, hijo?

—Sí, jefe.

—Ni se le ocurra decirme que no era amigo de Audie Palmer. No me acabo de caer de un guindo. Sé reconocer cuándo alguien me está tomando el pelo.

Moss le mira y pestañea.

—Ha ocupado la celda de al lado de la de Palmer durante… ¿siete años? Debe de haberle dicho algo.

—No, jefe, lo juro por Dios: ni una palabra.

Moss tiene reflujo. Eructa mientras el alcalde sigue hablando.

—Mi trabajo es tener a los presos encerrados hasta que llegue el momento de que el Gobierno federal diga que pueden ser liberados. El señor Palmer no podía ser liberado hasta hoy, pero decidió irse antes. ¿Por qué?

Moss se encoge de hombros.

—Trate de especular.

—No sé, jefe.

—Deme su opinión.

—¿Mi opinión? Pues yo diría que, por lo que acaba de hacer, Audie Palmer es un cretino de padre y muy señor mío.

Moss hace una pausa y mira la comida que queda en su plato. El alcalde Sparkes saca una fotografía del bolsillo de la chaqueta y la deja en la mesa. Es una foto de Audie Palmer, con sus ojos de cachorro y su flequillo caído, con un aspecto más sano que un vaso de leche.

—¿Qué sabe del robo al furgón blindado en el condado de Dreyfus?

—Lo que he leído, nada más.

—Audie Palmer debe de haber hablado de él.

—No, jefe.

—¿Y usted no le preguntó?

—Claro que sí. Todo el mundo le preguntaba. Todos los guardias. Todos los colegas. Todas las visitas. La familia, los amigos. Todos los cabrones de este puto sitio querían saber qué coño había pasado con el dinero.

Moss no tenía por qué mentir. Dudaba que hubiese ni un solo hombre que estuviese preso en Texas que no supiese la historia del robo; y no solo por el dinero que no se había encontrado, sino porque ese día murieron cuatro personas. Otra huyó. A otra la pillaron.

—¿Y qué decía Palmer?

—No decía ni una mierda.

Las mejillas del alcalde Sparkes se hinchan, como si estuviese inflando un globo. Luego suelta el aire poco a poco.

—¿Por eso le ayudó a escapar? ¿Le prometió que le daría parte del dinero?

—No he ayudado a escapar a nadie.

—¿Se está cachondeando de mí, hijo?

—No, jefe.

—Entonces ¿pretende que me crea que su mejor amigo ha huido de la cárcel sin decirle ni una palabra? Moss asiente mientras mira el vacío encima de la cabeza del alcaide.

—¿Audie Palmer tenía novia?

—Solía hablar en sueños de una chica, pero creo que ya hace tiempo que no estaban juntos.

—¿Y familia?

—Tiene madre y una hermana.

—Todos tenemos madre.

—Le escribe bastante.

—¿Alguien más?

Moss se encoge de hombros. No ha dicho nada que el alcaide no pudiese encontrar en el archivo de Audie. Ambos saben que de allí no saldrá nada nuevo.

Sparkes se pone de pie y camina, haciendo rechinar el suelo de linóleo. Moss tiene que girar la cabeza de un lado a otro para mantenerlo a la vista.

—Quiero que me escuche con atención, señor Webster.

Cuando llegó, tuvo algunos problemas de disciplina, pero no eran más que tonterías y los corrigió. Y consiguió algunos privilegios, por la vía difícil. Por eso sé que le remuerde la conciencia. Y por eso me va a decir adónde ha ido.

Moss lo mira con los ojos en blanco. El alcalde deja de caminar y se apoya en la mesa, agarrándola con ambas manos.

—Quiero que me explique algo, señor Webster. Este código de silencio que funciona entre la gente como usted… ¿Qué es lo que cree que consigue con él? Viven como animales, piensan como animales, se comportan como animales. Astutos, violentos, egoístas. Se roban entre sí. Se matan entre sí. Se follan entre sí. Forman bandas. ¿Cuál es el sentido de tener un código?

—Es la segunda cosa que nos mantiene unidos —responde Moss y se ordena a sí mismo callarse la boca; pero no hace caso de su propio consejo.

—¿Cuál es la primera? —pregunta el alcalde.

—Odiar a la gente como usted.

El alcalde pone la mesa del revés, tirando al suelo los platos de comida. Por la pared chorrean puré de patata y jugo de carne. Los guardias esperan la señal; ponen a Moss de pie y lo empujan hacia la puerta. Trastabillea para no caerse. Lo arrastran durante dos tramos de escaleras y a través de media docena de puertas que tienen que abrir desde el otro lado. No lo están devolviendo a su celda. Lo están llevando a la Unidad de Alojamiento Especial. Confinamiento solitario. El Agujero. Otra llave se desliza en una cerradura; las bisagras apenas rechinan. Dos nuevos guardias se encargan ahora de la custodia. Ordenan a Moss que se desnude: zapatos, pantalones, camisa.

—¿Por qué estás aquí, tonto? Moss no responde.

—Ayudó a huir a un preso —dice el otro guardia.

—No lo hice, jefe.

El primer guardia hace un gesto hacia la alianza de Moss.

—Quítatela.

Moss parpadea.

—Las normas dicen que puedo quedármela.

—Quítatela o te rompo los dedos.

—Es todo lo que tengo.

Moss cierra el puño. El guardia le pega dos veces con la porra y llama a otros guardias, que lo sujetan contra el suelo y siguen golpeándole. El sonido de los golpes es extrañamente sordo; su cara se va hinchando mientras muestra una expresión de sorpresa. Derrumbado ante la catarata de golpes, gruñe y escupe sangre. Una bota le pisa la cabeza y Moss puede oler capas de betún y de sudor. Su estómago se rebela, pero las costillas y el puré de patatas siguen dentro de él.

Cuando acaban, lo tiran en una pequeña jaula de tela metálica. Tumbado en el hormigón, sin moverse, Moss hace un sonido húmedo con la garganta y se limpia la nariz, frotando la sangre, que tiene un tacto oleoso, entre los dedos. Se pregunta qué lección se supone que debería sacar de esto.

Luego piensa en Audie Palmer y en los siete millones de dólares que no se han encontrado. Espera que haya ido a por el dinero y que se pase el resto de su vida sorbiendo piñas coladas en Cancún o cócteles en Montecarlo. ¡Que se jodan esos cabrones! La mejor venganza es vivir bien.

Michael Robotham, nacido en 1960. Foto: Especial

Michael Robotham, autor ganador del prestigioso Gold Dagger, nació en Australia en 1960. En el año 2002 sorprendió al mundo entero con la publicación de su primera novela, Sospechoso, publicada en más de veinticuatro países. Desde entonces ha publicado once novelas y ha vendido más de veinte millones de ejemplares en todo el mundo.

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